Cartagena me recibió en abril con un abrazador clima de 30 grados centígrados, y eso no iba a ser lo más caliente de este viaje.
Cartagena es una joya en la costa caribeña de Colombia, una ciudad que ha sido testigo de siglos de historia y leyendas que se entrelazan como los colores de sus famosos murales. Me había instalado en Bocagrande, un sector de la ciudad que podría ser considerado la versión moderna y cosmopolita de la vieja Cartagena. Se parece a un hermano mayor de la ciudad amurallada, con sus rascacielos que desafían al cielo y playas abarrotadas donde los vendedores de empanadas y agua de coco se convierten en los verdaderos maestros de ceremonias. Pero sabía que el corazón palpitante de mi visita, el lugar donde la verdadera magia se destila, estaba en el Casco Antiguo.
Las noches en Cartagena
El Barrio Getsemaní fue mi primera parada, el lugar donde el espíritu de Cartagena es más puro y la resistencia cultural se palpa en cada esquina. Este barrio, una vez una zona peligrosa que repelía a los turistas con su fama de barrios bajos, ha renacido como un emblema de la identidad y la vida bohemia. Aquí, el arte urbano convive con la historia, los grafitis cuentan historias de lucha y los músicos callejeros llenan la noche con sus notas. Es el lugar donde las personas se enfrentan a la adversidad con una sonrisa, donde el pasado y el presente se encuentran en cada conversación, en cada trozo de historia que los vecinos cuentan con orgullo.
La cita fue en un restaurante reconocido por su cocina de fusión, un sitio que, a pesar de su fama, mantenía ese toque íntimo de los lugares auténticos. Mariana era tan fascinante como linda, con una manera de hablar que te hacía sentir que cada palabra era una revelación.
Luego de la cena, decidimos caminar por la ciudad. La brisa del Caribe nos acompañaba mientras Mariana me relataba historias sobre la resistencia cultural del barrio, de cómo las generaciones pasadas habían luchado por preservar su identidad a pesar de la opresión. Caminamos hasta la Plaza del Reloj, un punto de encuentro emblemático, donde la historia se siente viva en cada ladrillo y cada turista que pasa, tomando fotos, admirando la fachada de la Torre del Reloj que marca el ritmo de la ciudad desde 1612. A esa hora de la noche, el lugar se transforma en una especie de escenario donde se mezclan el bullicio de los visitantes y el murmuro de las historias que se han contado allí desde hace siglos.
Cartagena está repleta de mujeres preciosas, y el ritmo de la noche es simplemente envolvente. La ciudad ofrece una impresionante cantidad de opciones para disfrutar y sabe cómo disfrutarlas. Otra noche mientras caminaba de regreso a mi alojamiento, me topé con un grupo de chicas que parecían sacadas de un sueño: risueñas, seguras, con una energía que atraía. Terminamos compartiendo risas y aguardiente en una discoteca, donde la música, un reguetón que se entrelazaba con cumbia y champeta, llenaba el aire hasta el amanecer.
Al salir de la discoteca, tomé un taxi. El taxista, un hombre de sonrisa pícara y voz de ronco acento costeño, me ofreció un cigarrillo de marihuana, y con lo que quedaba de aguardiente en la cabeza, me dejé llevar por la brisa de la madrugada. Me dirigí a la playa y me senté frente al mar, observando cómo la primera luz del día se deslizaba por el horizonte, tiñendo el agua de tonos anaranjados y dorados, una pintura efímera que solo Cartagena podía regalar.
Del amor y otros demonios
El día siguiente me llevó de nuevo a la Torre del Reloj, un lugar que es casi un símbolo de la historia más oscura de la ciudad. Este fue un punto de comercio clave durante la época del puerto esclavista, donde la carne humana se vendía como mercancía en el centro de una ciudad que se construyó con el sudor y la sangre de quienes la hicieron posible. Pero no muy lejos, en lo que hoy es un testimonio de resiliencia, se encontraba el primer pueblo de negros libres, una comunidad que, pese a las adversidades, echó raíces y floreció.
Justo debajo del icónico reloj de la plaza, se encuentra una joya oculta, una tienda de libros usados que parece haber sobrevivido a las décadas y a las tormentas del tiempo. Entre los estantes llenos de papeles amarillentos y portadas gastadas, descubrí una colección de libros de Gabriel García Márquez, Gabo, el célebre escritor colombiano y maestro del realismo mágico. Fue aquí, en la ciudad de su niñez y juventud, donde Gabo encontró la inspiración para sus cuentos y novelas que han traspasado fronteras. Como él mismo dijo en una ocasión, “Cartagena fue la primera realidad de la que me apropié, y el mundo de la imaginación se me reveló aquí”.
En la tienda, con el corazón latiendo más fuerte que nunca, me compré un ejemplar de Del amor y otros demonios, el libro que me acompañaría mientras recorría las calles que Gabo había caminado, esas mismas que, con el paso de los años, se llenaron de los ecos de sus personajes y sus historias. Pasé el día deambulando por el centro histórico, por calles que llevaban nombres como la Calle de las Damas «donde el Mulato vivía con siete negras y siete mulatos y todo el mundo se llamaba Pedro», o la Calle de la Amargura, «donde una gallina enjaulada y un loro desplumado recibían visitas», la Plaza de la Aduana «donde el Prefecto tenía un informe». Pasé el día recorriendo los lugares del libro y recordando a Sierva María de Todos los Ángeles y a su mundo mágico. Cerré la jornada buscando el Convento de Santa Clara, y aunque ya no existe porque fue convertido en un hotel de lujo, logré averiguar que el altar original se encuentra en el Convento de Santa Cruz de la Popa. Desde ese mirador, decidí que mi última parada en Cartagena sería frente al creador de esta historia, uno de los mayores exponentes de la cultura latinoamericana, y uno de los fundadores de Festival Internacional de Cine de Cartagena. Gabo, sus pensamientos y sus personajes aún respiraban en el viento, en el tiempo, en el alma de Cartagena.
Una noche en Cartagena, bajo el mar
Esa noche la fiesta sería diferente; iríamos a festejar a decenas de metros bajo el agua, recorriendo las profundidades nocturnas del Atlántico colombiano. El buceo nocturno en Cartagena es una experiencia que pocos se atreven a vivir, y aún menos logran describir sin perder la mirada en la distancia. A las afueras de la ciudad, en las islas del Rosario, donde la oscuridad se encuentra con el misterio, el mar se convierte en un escenario donde se esconde una vida que se activa solo cuando el sol se va. La mayoría de las personas asocian el buceo con el día, cuando los colores vibrantes de los arrecifes se despliegan como una pintura viva, pero de noche, el mundo marino cobra una belleza enigmática que desafía la imaginación.
Al sumergirme en la noche, la primera sensación es la del silencio, profundo y envolvente, interrumpido solo por el suave murmullo de las corrientes. La luz de las linternas submarinas revelaba lo que el sol había ocultado: un mundo en el que los corales se convierten en esculturas fantasmagóricas, los peces se tornan espectros que pasan flotando y los crustáceos se despiertan para recorrer su territorio, con movimientos que parecen sacados de una coreografía en cámara lenta. A veces, un pez león se desliza entre las sombras, su silueta tan elegante y mortal que casi se puede sentir su presencia, como una figura de otro tiempo.
La noche se vuelve un festín de sensaciones. En una inmersión, se puede sentir la vibración del agua mientras los bancos de peces, con reflejos plateados y dorados, se agrupan en patrones cambiantes. Los pulpos, siempre con su aire de misterio, asoman sus tentáculos entre las piedras, observando con ojos inquisitivos. Y, si se tiene suerte, una tortuga marina puede aparecer, como si la noche fuera su propio reino, nadando lenta y majestuosa, regalándonos un momento de pura magia.
Después de la inmersión, de regreso a la orilla, el aire se siente fresco y lleno de sal. Las risas y los murmullos se convierten en historias que se entrelazan con el sonido de las olas. La fiesta continúa, pero ahora, el Atlántico es un cómplice, y el recuerdo de la noche se guarda en cada mirada y en cada palabra, como un secreto compartido entre los que se atrevieron a bailar con el misterio.
Muy temprano en la mañana me iría de ahí, y la próxima estación sería Rio de Janeiro.