Hace varias semanas vi la película «Leave the World Behind» de Sam Esmail, director que ya me había cautivado años atrás con «Mr. Robot», una serie revolucionaria que narra la historia de Elliot Alderson, un brillante programador y hacker que sufre de ansiedad social y trastornos mentales. Elliot se une a un grupo de hacktivistas liderados por el misterioso «Mr. Robot» con el objetivo de derribar a una poderosa corporación global y eliminar todas las deudas del mundo. La serie destaca por su precisa representación de la cultura hacker, sus complejas capas narrativas y su crítica mordaz al capitalismo y la sociedad moderna.
En «Leave the World Behind» acompañamos a una familia estadounidense en un fin de semana que pasa de ser unas vacaciones improvisadas al inicio del fin del mundo. Un escenario donde los barcos se precipitan sobre las playas, los aviones se lanzan contra la tierra y los automóviles se estrellan colapsando las carreteras de salida.
En medio de la confusión, todo va cobrando sentido. Este apocalipsis resulta mucho más verosímil y escalofriante que cualquier ataque marciano o juicio final divino. Esmail construye una realidad alternativa anclada en contextos actuales que nos obligan a confrontar vulnerabilidades sistémicas reales.
Lo más inquietante de la película es su cercanía a nuestro presente. Con Barack Obama como productor ejecutivo aportando perspectivas sobre seguridad nacional, «Leave the World Behind» refleja tensiones geopolíticas contemporáneas. En un mundo donde Estados Unidos e Israel enfrentan crecientes antagonismos internacionales, la película cuestiona quién tiene realmente ventaja en un conflicto moderno: ¿el país con más arsenal bélico convencional o aquel con superiores capacidades cibernéticas?
Esta narrativa nos obliga a reconsiderar la naturaleza de la guerra en la era digital. Ya no se trata solo de bombas y misiles, sino de líneas de código capaces de paralizar infraestructuras críticas enteras. La película sugiere que vivimos en un nuevo paradigma donde la supremacía militar tradicional podría resultar irrelevante frente a ataques invisibles pero devastadoramente efectivos.
Y esto me abre los ojos ante nuestra época actual, en la que estamos expuestos a una nueva amenaza militar con herramientas y alcances insospechados. Como en la película, me queda la sensación de que como humanidad espectadora de las espantosas decisiones de quienes controlan el curso de nuestra especie, nosotros, los de abajo, solo tenemos el arte como escapismo.
Me atrae profundamente este tipo de cine de suspenso y terror que trasciende lo convencional. Me fascina y me perturba descubrir que comparto con Sam Esmail los mismos temores y fascinaciones sobre un mundo cuya fragilidad se hace cada día más evidente.