Hay algo especial en Nicoya, algo que no se encuentra fácilmente en otros lugares. Tal vez sea el sol abrasador que ilumina las sabanas durante la temporada seca, o las lluvias torrenciales que transforman el paisaje en un tapiz verde durante el invierno. Quizás sea su gente, que vive con una calidez tan natural como el aire cálido de la tarde. Nicoya es un lugar de contrastes y magia, el corazón de una de las Zonas Azules del mundo, donde el tiempo parece moverse al ritmo de una canción infinita.
Pero, a pesar de ser cuna de historia, cultura y talento, Nicoya lleva tiempo esperando algo: más espacios para que su gente brille.
Después de pasar algunos años organizando y participando en open jams en las costas del Pacífico y el Atlántico, rodeado de turistas y músicos internacionales, me di cuenta de que nunca había visto algo así en mi propio pueblo. Aunque Nicoya tiene músicos de sobra, con talento y corazón para llenar cualquier escenario, la música aquí suele quedarse en fiestas privadas o celebraciones tradicionales.
Con la ayuda de amigos y el apoyo de Bar Tato, el Rancho Don Blas, un bar pequeño a las afueras de Nicoya, nos propusimos organizar el Primer Nicoya Open Jam. La idea era simple: reunir a músicos locales para improvisar y dejar que la música hablara por sí sola.
Esa noche, músicos reconocidos como Herbert Zumbado, José Suite, Justin Leal, Olger Jiménez, Antonio Cháves, Andrés Navarrete, entre otros, tomaron sus instrumentos y crearon algo único. Las improvisaciones fluyeron como un río durante la temporada de lluvias, dejando atónita a la audiencia habitual del bar, que no esperaba más que una noche tranquila. Lo que presenciaron fue algo completamente diferente: una explosión de talento, energía y conexión, el tipo de espectáculo que normalmente se reserva para grandes escenarios.
Mientras tocábamos, pensé en todo lo que Nicoya representa. Es un lugar donde la gente vive de la tierra, pero es un pueblo donde las manos cultivan también música. Es un pueblo rural, sí, pero lleno de vida y tradición. Aquí, bajo el cielo estrellado y entre cervezas frías, la música no solo entretuvo; unió a todos en el mismo latido. Ahí, en medio de la pampa, fuimos una gran orquesta con trompetas, secuenciadores, sintentizadores y violines.
Nicoya necesita más noches como esta. Los músicos locales merecen ser reconocidos aquí, en su tierra, tanto como lo son frente a audiencias internacionales en las playas más turísticas del país. El público nicoyano merece disfrutar de este talento. El arte y la música no son lujos; son la esencia de lo que somos como comunidad.